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Nada más estaba allí. Unica
a cincuenta kilómetros a la redonda.
Yo iba de copiloto en el Fiat 600. Un caleidoscopio, no pude imaginar
otra cosa. Me di vuelta mientras Pablo, con su brazo izquierdo fuera de la
ventanilla y su mano derecha sobre el manubrio, hablaba como si fuera siempre
domingo. O un diaporama en blanco y negro, cuando el automóvil giró hacia la
derecha y se perdió en el sector de los muelles. Alta y aristocrática. Pensé en
la madre de Mara en el desierto. En ocultas emociones tras ventanas o pupilas.
Imaginé olor a barco.
Dicen que bajó del Winnipeg
cuando recaló en Arica en el 39 y que era anarquista. Y el verbo tiraba respeto
en esos años. Sólo un anarquista podría hacer la Panamerica sin decir jamás su
nombre. Una carretera a pie a través del desierto de Atacama. Y dicen que lo
llevaba en una bolsa de plástico como si ya no lo reconociera o quisiera
escapar de él. Y que traía la desolación de la guerra encadenada a los huesos
de sus pómulos. A los hoyos de cada uno de sus ojos. Antofagasta, Chañaral, Copiapó, hasta ver el valle del
Huasco. un rio bajando de ocultos glaciares cordilleranos para morir en el
Pacífico.
Otros que nació en Abruzzo
o en Puglia, Battista, el tano, la ferretería del italiano loco. No sé cómo
hizo todos esos años, desde crecer descalzo en una Italia de Novecento de
Bertolucci, hasta un adolescente y breve paso por la Guerra Civil española.
Porque vivir sin recuerdos fue la manera de meter carne a sus huesos. Mientras
yo me respiraba un elefante que nadie más podía ver. Esperanza o espada. Lo
tuve como si quisiera llenar el espacio que había dejado Mara. Y tuve la
ferretería de Battista, y a la mujer que encontró y a una chica que criaba.
Será por eso que se
transformó en el primer aromo de Huasco. O por Matilde, que se le unió en
alguna parte entre Arica y el muelle fiscal donde empezó su vida en el valle.
Con algas en vez de barba, y conchas lugar de ojos. Todo alegría en esa casa de
dos pisos que descubrí ese día, cuando Pablo me llevó al muelle. Dos filas de
ventanas o pupilas mirando el mar. Alta y elegante. Madera de galeón español.
Estaba ubicada en calle
Graig y fue el primer lugar que amé de Huasco o los ojos que vi a través de la
cortina de una ventana de su segundo piso. El Fiat 600 blanco circulando
lentamente un día asoleado de enero. Mara vivía en Santiago, nos alcanzaría un
mes después.
El primer piso de la casa
ocupaba la ferretería. Las ventanas que daban a la calle habían sido
convertidas en vitrinas. Allí Battista había recreado el nuevo mundo. En la
primera línea había una colección de anzuelos y de nylon, de plomos y carretes
para pescar. En la segunda, una línea de linternas y radios a transitores
portátiles. Y luego jugueras y tostadoras de pan. Todo brillante y fabricado en
oriente. Hong Hong o Taiwan no
entraban aún en mi imaginario. Todo plástico cromado. Botones que apretar y
luces que mirar.
Pero no era hasta que
abandonabas el sol de la calle, cuando entrabas en su verdadero universo. El
olor, los tablones del piso de una antigua casa, la luz que entraba por sus dos
puertas que daba a todo una textura de fondo marino. Los grandes rollos de
cuerda de fibras naturales que encontrabas a la entrada y que perfumaban la
penumbra del local. Picotas, palas, carretillas. La torre de baldes de
pinturas. El cielo donde flotaban millones de objetos distintos que habían
quedado detenidos en el tiempo, que nadie había comprado y que de tanto en
tanto alguien se llevaba, luego que aparecía el dependiente con una vara y un
gancho y lo sacaba y lo limpiaba y lo vendía como si fuera el más preciado de
los recuerdos. El largo mesón donde Battista lideraba su más profunda
revolución. La estantería con millones de pequeñas cajones de donde él o su
ayudante, un asmático que había infructuosamente intentado ser buzo, sacaban lo
que tú le pidieras. Y la sección de herramientas. Esa ferretería representaba
para mí lo que el mundo sería si cualquiera de nosotros se lo tomara en serio.
El almácigo de toda utopía.
En el segundo piso vivía
Battista, su esposa y Elisabetta. Yo ya era parte de la familia. A mi padre le
gustaba ir. Mara nunca le acompañó. Ella nunca dejaba la casa frente a la Playa
Chica. Pablo y Battista compartían algo que se me escapa aún hoy. Hablaban de
Salvador Allende y el primer gobierno socialista electo democráticamente.
Battista era alegre y de un sólo discurso. No volvería a soñar. No era
necesario. Su sueño era levantarse cada mañana desde la cama de bronce donde
hacía el amor con su mujer. Cada día. Nada más un aromo con el único deseo de
ser el primero en florecer cada primavera. Nada más. Pero tenía raíz de roble y
escondido, un fusil bajo los párpados. Y eso mi padre lo sabía. Se miraron y se
reconocieron. Así fue. Y desde entonces pasaban horas conversando. Terminaban
bebiendo vino tinto de la misma botella. A veces lloraban. Y yo sabía que mi
padre lo hacía por Mara.
Y era en la mesa del
comedor de ese hombre donde Pablo volvía a sentir un calor perdido. Doña María
cocinaba la alegría. Y eso era otra cosa que yo compartía en silencio con mi
padre. La necesidad secreta del amor.
Entonces sucedió algo
durante los primeros días de septiembre, cuando mi padre intensificó sus
visitas a casa de Battista, lo que para mí era la oportunidad perfecta. Tenía
una o dos horas para estar solo con Elisabetta.
Yo seguía viendo a mi
elefante. Y ya no nos juntábamos como antes en la Playa Grande o en los patios
de los castillos medievales.
Hacía tiempo que deseaba
volver a intentarlo. El 11 de septiembre de 1973 mi padre me llevó el desayuno
a la cama y dijo que no iría a la escuela. Nunca lo había visto así. Como si
una niebla química hubiera penetrado desde alta mar. Pregunté lo que pasaba y
como única respuesta recibí un vamos a casa de Battista. Era extraño que un día
de semana mi padre no fuera a trabajar. Esa mañana partimos a lo de Battista.
Yo era feliz. Todos en Huasco corrían. Algunos ponían la bandera en casa. Otros
cerraban sus ventanas. A mí no me importaba.
Las cortinas metálicas de
la ferretería estaban bajadas. Subimos al segundo piso en oscuridad. La radio
Saba estaba encendida. Y allí entendí que algo pasaba. Sin abrir una de vino
tinto como lo hacían a menudo ni sacaron el dominó para repartir sus fichas en
una mesita del living, quedaron en silencio escuchando la transmisión, mientras
aviones caza Hawker Hunter bombardeaban el Palacio de La Moneda, donde un tal
Allende (y algo sobre sus anchas Alamedas) hizo de una Kalashnicov su último
suspiro.
Ese día, mes, año y esa
casa. Nadie puede olvidar la primera vez. El 73 nos dejó Mara. Pablo perdió una
esposa y yo una madre. Ese dìa, todos nos quedamos sobre la ferretería de
Battista, y mientras en Santiago caía la noche, yo supe que lo intentaría
nuevamente. Me habías invitado a tu dormitorio y habías cerrado la puerta.
Estábamos sentados frente a frente sobre tu cama cuando me decidí. Decías no sé
qué cosa. Yo ya no podía escuchar. Me temblaban las manos, los ojos, entonces
saqué de mi bolsillo la caja metálica Mont Blanc y la abrí. Te acercaste. Yo
enloquecía. Me miraste a los ojos. Yo ya no respiraba. Y me diste el primer
beso de esa noche en los labios. Y luego en el cuello. Yo miraba las tablas del
cielo. Y el pecho. Y las ampolletas cagadas de moscas. Había dejado de existir.
El vientre. Y el filamento incandescente. Esa noche, la primera con toque de
queda de los diez o 15 años que siguieron, olvidé abrir mi caja.